Crónica de un día arbitrando finales de niños… y de mayores
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El día promete emociones fuertes. La ilusión de la fase final maquilla la cara de unos niños víctimas del insomnio pensando en ese gol, ese remate imposible, esa palomita salvadora. Todos ellos, alevines, benjamines y prebenjamines, ya han ganado el partido varias veces la noche anterior. Llegan con sus padres y entrenadores. Para algunos de ellos, también es una final, con todos sus ingredientes.
En el medio, nosotros, los árbitros. Nos gusta dirigir estos partidos, disfrutamos con los pequeños artistas del balón. Toca doble sesión, semifinales de mañana, finales por la tarde. Saludo fair-play. Grito de guerra. Suena el silbato. Empiezan las semifinales. La afición está más animosa que nunca. Luce bufandas, exhibe pancartas, ondea banderas.
Mi primer partido resulta tan tranquilo que puedo escuchar perfectamente los gritos histéricos del campo contiguo. Concedo un gol en posible fuera de juego. El entrenador no hace ningún comentario, ni una mueca de desaprobación. De diez. En cambio, en el partido de mi compañero se piden más tarjetas que orejas en una corrida de José Tomás. Acaba expulsando a un niño por protestar, después de haberlo avisado varias veces. Pena que no hubiese la misma sanción para los voceras de la grada.
Llegan a los penaltis. Los guardametas intentan poner nervioso al lanzador, algo que irrita mucho a un padre del equipo ganador, que consuela al inconsolable derrotado con un hiriente “¡sigue bailando, portero, sigue bailando!”.
La mañana futbolera continúa. Le pido por favor a un entrenador que no ponga más nervioso a los niños con sus protestas. Me dice que me grita porque si habla bajo no le escucho. Creo que no me ha entendido bien, sin embargo, su comportamiento cambia a mejor. Su equipo marca, empata rápido el rival. El goleador acude tan rápido a buscar el balón bajo las redes que casi arrolla al defensa. Cosas de la tele. Me acuerdo del niño que bajaba del autobús con esos auriculares modernos que sirven de orejeras, como los pros. Le echo la bronca. Cariñosa, que conste. El partido acaba en goleada y los animosos del principio se van quedando mudos cuando los críos necesitan más apoyo. Un chaval llora desesperado e increpa a todos sus compañeros hasta tal punto de soltarles un insulto irreproducible. Me quedo de piedra, ni en peñas había oído algo así entre futbolistas del mismo equipo. El entrenador lo quita.
Llega la tarde, hay televisión en directo. Máxima tensión en los niños. Y en los padres. Y en los entrenadores. Y, por qué no decirlo, también yo estoy tenso. Un simpático directivo se acerca a animar a los prebenjamines. Les dice que lo más importante es ganar, y si se divierten, mejor. Quiero pensar que o se ha equivocado o le ha traicionado el subconsciente. El campo parece la Bombonera. Bullicio, ánimos, protestas, muchas protestas. En medio, veinte niños de ocho años, que tratan de procesar cien órdenes por minuto.
Cada vez que me acerco a la grada, me hierve la sangre. Me gritan que controle el tiempo, porque ya van dos lesionados del equipo que va ganando. Ya se sabe, estos niños son unos cuentistas. Me increpan porque el portero saca con la mano fuera del área. Un entrenador se lleva una tarjeta por quejarse de la leña que, a su parecer, reparte el otro equipo. El juego subterráneo en prebenjamines que los árbitros no sabemos cortar. Hay un gol con posible falta al portero, lo que da pie a que la chica de la tele le pregunte a un chaval por cómo ha visto la jugada. Ya puestos, le pudo haber interrogado sobre una posible mano negra arbitral. Al final, lo peor, es el llanto de los que perdieron en el último segundo. Llevan el peso de su disgusto y del que posiblemente le hayan dado a sus padres.
Presencio otra final, la de benjamines, como espectador, con tan mala suerte que me sitúo al lado de un “hooligan” que como peculiar forma de animar a los suyos no para de vocear “al patadón, al patadón, sólo juegan al patadón”. La celebración del gol también tiene su encanto. “¡Veis como no saben!”. Tres aficionados rivales lo miran con indignación, hasta que al final le piden respeto. Como era de esperar, el tío aún tiene más que decir.
Acaba la tarde con las medallas, los trofeos. Pese a todo, el espectáculo ha merecido la pena. Un niño jugando al balón es algo tan hermoso que ni siquiera los mayores podemos estropearlo, aunque algunos sigan sin distinguir el fútbol base del Mundial de Brasil.
Comentarios
#1
Tercera División y de ahí para abajo lo que toque :)
#2
Ha estado bien la crónica , q categoría ostenta usted?